Cuando entré en la sala, apareció por fin ante mis ojos aquel predicador del que tanto hablaban. Había escuchado comentar que tenía treinta y tres años y que les parecía demasiado joven para el puesto, que su inmadurez podría hacer mella en la parroquia. Yo, al contemplar su aspecto prócer y corpulento, y toda la magnífica composición que formaban sus miembros bien proporcionados, quedé admirada. El hombre era derecho, con cuello erguido y un cabello cuidado que denotaba escrupulosidad. Solía deslumbrar con sus vestiduras de pliegues, zapatos ajustados y un bonito solideo de seda con borla que se ceñía levemente a su cintura y que se movía gracilmente cuando el carismático personaje caminaba. Al observarle sólo pude pensar, que aquellos que en el presente le estaban criticando, en un futuro próximo, renegarían de sus palabras.