El día que Michael Jackson murió era de noche en España y yo estaba escuchando la radio. Una canción que no me gustaba del todo estaba sonando cuando el locutor irrumpió en antena y con voz incrédula y afectada anunció –Tenemos una noticia impactante que dar: Michael Jackson ha muerto. Es información remitida directamente por Los Ángeles Times. MICHAEL JACKSON HA MUERTO.
Recuerdo que me quedé paralizada, estupefacta, incapaz de asimilar lo que acababa de escuchar y, ni mucho menos, dispuesta a creerme la información; pensé que seguramente se trataba de uno de esos bulos sobre muertes de famosos que de vez en cuando circulan masivamente por Internet.
Pero ¡¡¿¿cómo se iba a morir Michael Jackson??!! Resultaba una noticia tan absurda...
Cuando logré reaccionar, me apresuré hacia el salón para avisar a mi madre de la noticia que acababan de emitir por la radio y ansiosa por ver si por la tele confirmaban algo. Mi madre, que dormitaba en el sofá, al enterarse de la muerte de Michael, emitió una exclamación espantada.
Al día siguiente, cuando la trágica crónica había llegado hasta los confines del mundo, la incredulidad y la conmoción fue general. Yo pasé toda la jornada escuchando su música y tratando de asimilar lo que de ahí en adelante iba a ser una indigesta realidad: ya no íbamos a verle bailar nunca más, ya no surgirían de él nuevos ritmos que nos hicieran mover, ya no tendría la oportunidad de verle irradiar carisma en un directo... Uno de los seres más extraordinarios que jamás ha pisado la tierra se había ido de repente para no volver nunca. <<Si esto puede pasarle a él, ¿¿qué no nos puede ocurrir a los demás??>> pensé.
Por la tarde y en los días posteriores, los homenajes radiofónicos y televisivos se sucedieron en su nombre y yo acabé llorando desconsoladamente mientras recordaba todas las veces que había imitado sus coreografías y los numerosos momentos de mi vida en los que me había acompañado su música. Porque en casa era uno más y a todos nos gustaba.
Desde su muerte siempre he pensado que si Michael hubiera tenido unos auténticos amigos y una familia sinceramente preocupada por él, jamás hubiera acabado como terminó: despersonificado, inhumanamente herido, extravagante, aburrido de todo, rebosante de pastillas... Alguien debería haber tirado de su mano antes de que fuera demasiado tarde. Alguien de entre toda esa gente que decía que le quería y le admiraba debió haberlo hecho. Pero nadie lo hizo y entre ellos, el excentricismo, el pasado hiriente, el presente desesperanzado, el sensacionalismo, el tenerlo todo y no tener nada, su propia incapacidad para ayudarse y los fármacos nos dejaron sin él.
Michael Jackson murió habiendo disfrutado de muchísimas cosas que el resto de las personas no podemos ni imaginar, pero sin haber experimentado cosas que sólo los mortales podemos vivir. Y es que ese fue el problema; que a todos, incluido él mismo, se nos había olvidado que también era mortal.
A mí me hubiese encantado poderle conocer. Si hubiera tenido la oportunidad, me hubiese gustado hacerle tres regalos: el primero, un abrazo enorme; el segundo, una brújula; y el tercero, la dirección de un buen psicoanalista.
Cuento todo esto porque esta tarde de nuevo he estado contemplando fotos de los cuadros de Francis Bacon y, otra vez, me he puesto a pensar en la muerte, en la vulnerabilidad de nuestros cuerpos y en la desconcertante fragilidad de nuestras vidas. Después, he estado observando nuevamente mi pasado lejano, infantil, aquellos tiempos en los que estaba alegre y me sentía satisfecha y expectante con la vida. Esa época en la que las tardes de verano parecían esfumarse mientras pintaba acuarelas en el balcón de casa.
Ahora ya es de noche y estoy aquí dándome cuenta de que echo tanto de menos esos días evocadores como lo hago con Michael Jackson.