LO QUE NADIE DIRÍA DE MÍ

Lo que nadie diría de mí al verme caminando por la calle es que llevo unos cuatro años sin a penas poder salir de casa, que un colapso físico y mental casi me lleva al otro barrio, que he deseado la muerte un montón de veces durante este tiempo de convalecencia que parece interminable.

Lo que nadie diría de mí al verme en una tienda, es que hace cuatro años que tengo que echar mano de toda la fuerza de voluntad habida y por haber dentro de mí para poder hacer cosas tan simples como esa; que he sufrido variados, intensos y duraderos malestares de los que no le desearías a nadie a causa de la falta de salud. Mareos, migrañas que duraban días y días, desajustes hormonales, nauseas, insomnio severo, problemas en la memoria, perdida escandalosa de peso, descoordinación motora, tensión baja, dolores musculares y articulares… han sido mis compañeros de pesadilla a través de este trance infernal.

Lo que nadie diría de mí al mirarme andando por la calle con bastante normalidad es que a penas que era capaz de moverme por mi propia la casa (esta casa de 75 m2) sin acabar exhausta, rendida, agotada de un modo inhumano; poca gente podría imaginarse el suplicio y el tormento que esto me provocaba y que, afortunadamente, a día de hoy, remite un poquito más con cada jornada que transcurre.

Lo que nadie diría de mí es que el primer año y medio de síndrome de fatiga crónica sufrí un rosario de médicos y de pruebas en las que solía haber algún pinchazo de por medio, y que no nos llevaban a ningún sitio excepto a más desanimo y agotamiento para mí y para mi malogrado cerebro.

Lo que nadie diría de mí al pasar por su lado es que todos decían (hasta la del herbolario) que debía de estar deprimida, y que un médico endocrino me dijo mirándome seriamente a los ojos –Mira, no es por asustarte, pero esta sintomatología que tienes puede indicar desde una depresión a un cáncer-. Y luego me dio por investigar en el asunto y comprobé que lo que me había dicho era cierto.

Lo que nadie diría al mirarme es que he tenido que oír afirmar por lo menos a cinco médicos distintos que –El síndrome de fatiga crónica es una cosa muy rara que todavía no está casi estudiada y que no tiene cura-, mientras yo me callaba un pensamiento con el que me aseguraba a mí misma –Sí que tiene cura.

Lo que ninguna de las personas que andan por la calle diría de mí al verme es que he tenido que adentrarme hasta lo más remoto e intrínseco de mí para poder encontrar las causas que me llevaron al colapso, al final, al hasta aquí hemos llegado, y que me han tenido en el infierno y el purgatorio casi cuatro años.

Lo que yo no le cuento a los demás de mí al verme es que, aunque la lucha personal continúa, hay una buena parte de la batalla ya ganada; y que a veces, mientras ando por la calle, me planteo que quizás alguna de las personas en las que poso la mirada también estén recuperándose de algo y que, como yo, caminen como si nada hubiera ocurrido, como si formaran parte de la normalidad que nunca se inmutó para ellos, como si no estuvieran sacando fuerzas de la flaqueza, como si un vendaval físico y mental jamás hubiera pasado por sus vidas.

noviembre 2018