UN LUGAR PARA MORIR

Iciar aprovechó para dar orden –Por favor, que nadie me moleste hasta pasadas las once de la mañana- mientras pagaba por la habitación que iba a utilizar durante esa noche. Cuando le devolvieron su carnet de identidad después de que el recepcionista tomase sus datos, Iciar cogió una bolsa que había dejado en el suelo y subió a la habitación 209. Una vez en ella, se tumbó sobre la enorme cama, miró al techo, y se sorprendió por sentirse tan tranquila en un momento como aquel. -Supongo que es fácil sentirse así cuando lo tienes todo más que decidido- dijo en silencio para sí misma.
Instantes después a esta reflexión, tomó la bolsa que llevaba consigo y sacó las cosas que había en ella: un cuaderno de hojas blancas, tres sobres de distintos colores, una caja de plástico transparente que contenía una docena de pequeñas velas rojas y una pluma estilográfica. A continuación bajó de la cama e inspeccionó la habitación. La estancia era espaciosa y estaba bellamente decorada con mobiliario de estilo romántico y cálidos colores impregnados en la pared. Iciar, al contemplarla, pensó –Es un precioso lugar para morir- y posó los ojos sobre el reloj de su muñeca: 20:37 de una tarde de primavera.
 
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