-¿Quién fue el primer poeta que nos engañó haciéndonos creer que los besos tienen sabor a frutas, que los corazones son capaces de arder y romperse, que ser virgen es la edad de la inocencia, que una música celestial suena de fondo cuando estás con alguien que te gusta y que convertir a dos personas en una es lo máximo a lo que se puede aspirar?
¡Maldito idiota! Nosotros creímos y creemos porque la realidad carece de auténtica poesía y, sin ese aditivo, el mundo es sólo el lugar que es: un sitio feo, carente de sentido y cruel. Tratamos de embellecerlo para hacer su despiadada realidad más soportable- sentenció. -Tamizamos el amor con metáforas ficticias, símiles absurdos y con expresiones evocadoras que nos ayuden a olvidar que, verdaderamente, los besos no saben a nada (como mucho a lo último que has comido, bebido o fumado), que eso que nos empeñamos en llamar corazón no es otra cosa que el hipotálamo, que la primera vez es una mierda porque estás demasiado nervioso como para que salga bien del todo, que si alguien te deja no morirás (simplemente lo pasarás mal durante un tiempo más o menos prolongado) y que esas reacciones físicas que resumimos y catalogamos dentro de la palabra amor, tan sólo son el conjunto de la actividad química que se produce en el organismo cuando estás delante de alguien cuyas hormonas hacen reaccionar a las tuyas.
Somos sangre. Sangre sin más que fluye llena y vacía de poesía inventada. Sangre dotada con la curiosa capacidad de ver belleza donde no la hay y ponerla donde no existe, hecho que, paradójicamente, también nos convierte en poesía y nos hace hermosos y extraordinarios. Pero sabe, tengo que confesar que yo, antes de toda esta historia, era de esa clase de personas que creían en la magia, los sentimientos nobles y verdaderos y en el amor idealizado de las baladas pop. Estaba loco por enamorarme y comprobar lo que prometían.
(extracto de la novela Sexo, Amor y Otros Misterios, 2006)