Sin serlo pero como dos turistas, Isaac y yo estábamos pasando el día en el centro de Madrid. La temperatura era perfecta, unas semanas antes había nacido una nueva primavera, y toda la ciudad estaba preciosa y vibrante. Parecía un domingo de película. Realmente vivimos un día estupendo e inolvidable que surgió de forma completamente improvisada. Jamás nos hubiéramos imaginado en ese momento que estábamos a un año y medio de que nuestra relación de gran amistad que duraba más de 15 años, se iría por la borda y que terminaría como el Rosario de la Aurora. Nada suponíamos entonces sobre que todas nuestras extensísimas charlas telefónicas sobre la vida, que las noches de verano en el parque, las vacaciones en Cádiz, que conocernos desde el colegio, que los favores, que la amistad que teníamos y que sorprendía y causaba admiración en los demás, se iría irremediablemente a la mierda. Ni de coña se nos hubiera ocurrido que una fulana maltratadora le pondría de rodillas, sería más fuerte que nosotros, que la amistad y la confianza que teníamos, y que ya no volveríamos a vernos ni a hablarnos más.
Han pasado más de diez años desde que hice esta fotografía de su pie y el mío en el kilómetro 0 de la Puerta del Sol. A cualquier mente peliculera se le podría ocurrir que este instante resultó premonitorio y el inicio de un final fatal, pero para nada fue así. Creo que las personas vemos coincidencias dónde y cuándo nos vienen bien. Yo solo miro la imagen como un recuerdo evocador y agradable. Simplemente me gusta que, de vez en cuando, al cruzarme con ella, todas las buenas sensaciones que viví aquel día se despierten de nuevo en mí, y que durante un ratito, como si nunca hubiera pasado nada entre medias, Isaac y yo volvamos a ser otra vez Mi Amigo del Alma y yo.